Y arriba brillando el sol.
Un sol brillante alumbraba la tarde. La hora de la siesta ya ida. El sol con su luz diáfana, ardiente, brillaba en este valle que con sus lomas y bajos nos conducen ya sea a la cordillera o al rio que la cruza serpenteando con un caudal cansino que contrasta con sus rugidos de principios de primavera cuando la nieve de las altas cordilleras aumenta su presencia y su poderío.
La luz hacia resaltar los restos de un trigal ya segado y entregado al sequio y tranquilidad hasta la nueva temporada de preparativos y plantío. El rastrojo ubicado entre lomas amistosas las que nos recuerdan gigantes mejillas mal afeitadas que dan el aspecto de un mar amarillo con tonos cambiantes debido a los trozos ralos, trozos bien cubiertos; una gama de colores pajizos con sus sombras alargadas en un silencio total.
Un par de amigos van caminando lentamente por este campo sin reconocer el paraíso frente a los ojos, que a pesar de la calor seca del lugar y la calma del atardecer es un placer. La tranquilidad y quietud reflejada en sus rostros. Sosegadamente caminan por un sendero que repentinamente, a lo lejos, muy bajito, se sienten ruidos que despiertan la somnolencia del lugar. Ambos miran en dirección al ruido creciente, ¿una cacería de liebres? seguramente el Sebas con sus perros de presa.
Aullidos de perros lebreros y el azuce de un cazador que corre detrás de ellos es lo que rompe la calma de este atardecer. De pronto vemos la liebre corriendo por su vida, zigzagueando, saltando, eligiendo un camino escabroso para sus seguidores, con destreza y elegancia. Su cuerpo cubierto con una piel que casi la oculta a ojos espías, amarillenta y mucho más clara en la barriga, sus orejas grandes ojos vivos, atentos, asustados, pero mostrando decisión de escapar y salvar su vida de este ataque de los galgos.
Huye con todas sus fuerzas y destreza natural y adquirida que la hace serpentear por el rastrojo buscando lograr escapar de estos perros de caza. Los perros a distancia acercándose. El ruido ya fuerte, aquí, frente a ellos, una mixtura de uñas, uñas de liebre y uñas de galgos, que resbalan en la tierra y que suenan como chasquidos secos y cristalinos.
La pareja de galgos, amarillos-café-claro con tonos más café, como rimando con el entorno aparecen ululando. Ellos largos, musculosos, costillas pronunciadas, vientre escaso, patas largas, finas y poderosas. Orejas al viento, ojos inmensos, nariz alargada, hocicos con belfos escasos, con dientes capaces de destrozar en un suspiro a una liebre. Es su ladrar unísono que golpea la tarde y que hieren y latiguean a la liebre en su correr.
El cazador se acerca a grandes trancos atrás y lejos de los perros, parece jadear, grita manteniendo el contacto con sus perros con un grito ininteligible que con cambio de entonación, sonoridad y longitud, y acentuándolo en unos altos y bajos parecen seguir a las lomillas y al entorno ondulado yauuuuuuuuuuUUUUUuuuuuuuu, yauuuuuuuuuuUUUUUuuuuuuuu los latiguea y los hace correr aún más rápido.
La carrera continúa, todos corren por el campo amarillo salpicado de algarrobos viejos con espinas filudas y peligrosas en los linderos. La liebre ya va cansándose, su zigzagueo es menor, sus saltos menos largos, pero aun con la belleza y agilidad de los anteriores. En al aire otea mira y elige los próximos pasos. Los galgos la siguen, resbalan, sus uñas rayan el sendero, mandando trozos de tierra, piedras, polvo al aire, que les ayudan a sostener el cuerpo en las curvas, seguir el zigzag y volver a correr. Un ruido especial que sumado a los largos ladridos aumenta la expectación de la caza.
Los espectadores estáticos. Todo oídos y ojos mirando el espectáculo y grabando en sus memorias el retrato en vivo que golpea sus sentidos. Sonido, visión e imaginación forman un panorama que se cincela en las mentes y que quedara allí en descanso latente, esperando ser revivido quizás una y mil veces.
Y allí, frente a una zanja, la liebre con sus ojos asustados e inmensos mide el salto y su escape que podría salvarle. No vacila y salta. Un vuelo. Sus patas al frente casi rectas, orejas pegadas al cuerpo, ojos brillantes y casi burlones, las patas traseras tras ese esfuerzo titánico en una línea con las frontales.
Los perros a unos cuantos cuerpos de la liebre no vacilan tampoco, reaccionan instintivamente a la acción de ella y como sin esfuerzo saltan también...
Vuelan.
La liebre con sus orejas al viento, largas, pendones amarillos más oscuros contrastando con el color del trigal, graciosa, guapa e inalcanzable.
Los galgos con cabezas puntiagudas, narices negras, patas delanteras unas quillas cortavientos. Los cuerpos todo músculos y costillas bien marcadas, hermosas, finas como cuerdas de arpa, cambiando el color de la piel y anunciando la delgadez propia de su raza y rematar en sus patas traseras tan prominentes. Ellos también resaltan sobre el fondo amarillo. Los dos ya no ladran ni respiran, solo los enrojecidos ojos parecen moverse.
Todo se detiene. Todo es silencio. Solo un eco en nuestras mentes de las uñas y ladridos que hace un instante vibraban en el aire.
Silencio.
Aquellas tres figuras en el aire, detenidas momentáneamente en el tiempo; la zanja espectadora de la belleza de este salto muda al igual que espectadores que con ojos de incredulidad no olvidarán aquella visión por el resto de sus días.
La tarde retorna a la calma, el calor disminuye y el paseo continúa.
En silencio quizás piensen que cuando todo sea ya silencio y el tiempo ya se haya detenido definitivamente,
¿Podremos escuchar el silencio?
JCarras, junio-18-2024