La luna bella y brillante pero incapaz de alumbrar la noche tropical que con su obscuridad negra cubría ese terruño mejicano. Las estrellas, pequeños diamantes que daban un aspecto romántico, indudablemente hermoso, brillaban. La obscuridad en el trópico es negra y mágica.
Las calles con sombras escasas a pesar de las ampolletas que por allí por acá brillaban, la luz de ellas que luchando con los regalos de moscas diurnas trataban de alumbrar el pavimento de tierra, polvo y piedras. Aumentando la casi triste obscura soledad muy pocos campesinos caminaban por la aldea, pero los ruidos humanos estaban claramente presentes.
El calor seco del desierto, que minutos antes era amarillo y lleno de matices cafés y escasos verdes, ya menguando con la puesta del sol, hacía notar su presencia con tonos sombríos y obscuros casi impenetrables que parecen bajar la temperatura.
¿Bueno, y donde está el boliche preguntaron los pocos turistas? Tranquilo hombre, ya estamos aquí, una cuadra chica y lo verán. Yo, con mi poco español, pensé ¡Ándele!
Al llegar al lugar, boliche al aire libre, vimos un par de mesitas bajo el farol tembleque en la cima de un poste de madera, asentadas tímidamente unas ampolletas que luchaban contra las tinieblas. Las mesas con sus cuatro patas en el polvo de la calle lucían como bellas en la penumbra.
La elección fue fácil, además nadie pregunto si teníamos reservación y los cuatro quedamos haciendo equilibrios con las mesas y sillas. Las más cojas pese a los intentos de elegir otra con sus patas más iguales fueron usadas sin más quejas que aquellas producidas por los desequilibrados turistas.
Al costado, una casita de madera pintada rudamente de blanco ya hace unos cuantos años, con una cocinera pequeña, morena, regordeta con un delantal que acentúa sus rellenitos, una carita de plato, ojos tapatíos negros, brillantes, palomillas, con una boca nada chica y llena de dientes blanquísimos, sonriente y para el ojo avizor un tanto sorprendida de tener clientela inesperada y cuantiosa donde este verdadero gentío esperaba las obras gastronómicas de la patrona.
Su hermosura norteña exuda cualidades culinarias.
Nuestros amigos, a la usanza lugareña, venían preparados con sendas botellas de buen vino mejicano en las famosas bolsas de papel café, un Santo Tomas que nos recuerda milagros hechos con agua y como tal bastante potable. Y podemos concluir que el portento estaba bien hecho y en barricas de roble con una maceración de por lo menos unas cuantas semanas y que con la sed desértica, según algunos, se dejaba tomar sin mayores problemas. No faltó el pescador/catador que salió con eso de que era suave, con sabores de frutilla y un dejo de pimienta.
La cocinera, moza ya en los cuarenta y tantos, gordita, alegremente se aproximó feliz a ofrecernos – de palabra – el menú de la casa. El queso que tiene una importancia absoluta a la hora de preparar guisos fue presentado en quesadillas, frejoles con queso, caldo con queso rallado, diferentes platos pequeños con mariscos gratinados con queso, sin olvidarnos de variaciones de los anteriores siempre y cuando llevaran queso.
Pedimos de esto y aquello y como buenos turistas preguntamos acerca del grado de picantes de los preparados. Nos dijo entre risas que no lo haría muy chiloso y que pondría unos chiles desde uno suave, otro mediano y uno que hasta los compadres mexicas consideraban que era PICANTE.
Después de probar los diferentes grados de chile y exclamar blasfemias de las más inofensivas hasta la más maligna, odiosa, grosera, llena de recuerdos para las madres de los mejicanos que pueda o haya inventado nuestra lengua acentuada por la quemazón de garganta, tráquea estómago y con lágrimas en los ojos, ¡concluimos para ser afuerino en Kino hay que tener además de un buen par de cojones una fontanería de plástico!
La calle con su aspecto misterioso y bajo la luz del farol, una luz amarillenta, débil que nos daba la idea de intimidad, de sentirnos protegidos y aislados del mundo lugareño por el foquito aquel que algunos pensaban, después de un par de vasos, era la LUZ del Santo Tomas la que nos cubría.
Bajo este manto, el resto de vida nocturna seguía. Unos perros callejeros se acercaron a husmear – atraídos por el olor de quesadillas seguro – sin realmente acercarse al círculo iluminado. Los perros, cinco o seis, se movían de aquí para allá en conjunto y volvían hasta el perímetro para volver a retirarse y quedar como escondidos en la obscuridad de la calle. Con curiosidad los mirábamos mientras conversábamos de la pesca y de los posibles monstruos marinos que íbamos a coger el próximo día.
Los perros se acercaron hacia la claridad, gruñían y algunos ya ladraban mirando hacia el perímetro de luz. Repentinamente un perrazo apareció al trote rápido y aumentando la velocidad arremetió contra el grupo. La pelea se veía desigual pero el perrazo era el matón del barrio y logro morder a un par y hacerlos retroceder en la oscuridad. En cosa de segundos, solo nos quedó la polvareda e instintivamente todas las manos cubrieron los tintillos y cerraron las narices.
Váyanse, jijo de la chingada y otras dulces palabras que los perros parecieron entender. La charla continuo con el tema de lo preñado de peces que esta el Mar de Cortez y como entre pescadores el creer que los peces de ayer volverán a picar mañana no está realmente alto en el orden de creencias terrenales nos reíamos y tomábamos las historias de nuestros amigos con su debido granito de sal.
Con el aumento de los grados de alcohol también las historias de la caza de tortugas – en el pasado – cobran su debido respeto al escuchar que estas median unos cinco metros, sin garganta ni cogote, y tenían un caparazón de teflar poco menos. Los arpones hechizos, actualmente solo fierros de media pulgada sin más ni más para escapar la posible mirada de la policía federal, eran usados muy a menudo por los pescadores. Las tortugas eran cazadas por su caparazón y naturalmente por su carne. La sopa de tortuga, venerada en estas tierras, es verde. Un verde que recuerda a sopa de ocra, pero con mejor sabor.
Quien les cree a pescadores.
Y ya llegaron los cuentos de rigor que, a estas alturas y debido a la libación del Justo, las lenguas se desatan y todos los curaitos quieren ser florero de mesa. Allí empezó el compadre Juan que nos contó que años atrás salió a pescar en su botecillo a un lugar en que las aguas cubrían un pozo profundo donde la abundancia de peces era una leyenda para los que estaban en el secreto (todo el pueblo más los visitantes de verano...).
Preparó su apero, puso carnada y tiró esperando que ella se hundiera por lo menos unos 30 metros. La carnada partió hacia las profundidades, pero solo llego a sacar lienza unos escasos 7 metros. La dejé estar dijo, pensé que estaría sobre una roca – nadien me había dicho jamás que allí había- y luego de unos cuantos minutos sin sentir más que un leve movimiento de la carnada la saqué, la revisé y la tiré al costado del bote unos 10 metros para no caer encima de la roca en que me había topado antes.
La carnada por los aires, el ruido de la lienza, los ojos agudizados para ver donde cae. El ruido al chocar con las aguas grises y la lienza que parte nuevamente a buscar el fondo de la poza. Nuevamente – carajo – solo escaso metros y ya estamos en el fondo. Pinche buey que pasa, que hay aquí debajo.
Blasfemando me senté un rato, la lienza floja en mi mano derecha y miles de pensamientos negros dirigidos a los compadres que le contaron que allí estaba la poza profunda llena de peces. Volví a sacar nos dice y preparé una carnada mejor y aumenté la plomada con una piedra magnifica: Mi ancla. Ahora sí que llego al fondo pensé. Allí partió con todas sus fuerzas para esquivar el que ya era un roquerío en mi mente. Pun, cae la roca al mar, se hunde con velocidad y lleva lienza a su arrastre.
Compadres nos dice, llego al fondo rápido y más o menos con la misma lienza. Cojones que pasa aquí. Sentí que la lienza trasmitía un movimiento suave pero continuado me dice que allí hay algo. Agudicé mis sentidos y me pareció que la carnada perdía fondo.
Subía.
¿Subía? Exclamamos en coro, con ojos vidriosos y con poco brillo y con lengua seca… Si hombre, subía y empezó a subir ya claramente. Pensé que algún pez de proporciones me la llevaba hacia la superficie y me apronté a esperar la tirada cuando este pez picara; allí arriba del bote, solo, ¡soñando con una pesca de historia en que los hijos de mis hijos la contarían a sus compadres allá por el 2037! La carnada seguía subiendo, ya estaba llegando a la superficie, los ojos penetrantes para ver, distinguir en la obscuridad al bicho que me haría famoso.
La carnada se detiene nos dice, yo, un paquete de nervios, la lienza entre mis manos callosas, atentas listas para clavarle el anzuelo a la primera picada. Esta no llega, yo allí tenso, esperando. El bote se mueve también. Me da un escalofrío pensar que el pez este sea un monstruo marino. Mis pies descalzos sienten el fondo del bote y me envían el recado: Esto se mueve Juan, hay también como un roce en la quilla y timón.
Sé que estoy solo, pero de todos modos miro por si hay otro compadre con su bote en mis alrededores para pedir ayuda si fuese necesario. Cálmate, Juan me digo, paciencia y espera la picada.
El roce aumenta suavemente y se convierte en movimiento. La carnada, la lienza, parecen ser arrastradas. Aprieto y la lienza ya no está floja. Tensa, resistiendo el ser llevada por algo. Yo afirmando ya con todo y creyendo que esto me costara por lo menos tres días de mi vida para ser luego vomitado en la playa.
Yo pienso que luego de cuatro vasitos del Santo Tomas cualquier cosa puede suceder.
El roce ya es una fuerza que va aumentando y definitivamente algo va nadando, bajo el bote y alejándose de él. Traspirando de la tensión y del creer que pescaré el más grande y hermoso de los peces que jamás se haya cogido, sigo con la lienza entre mis manos calculando la distancia y el posible tamaño de MI pez. ¿Cuánto tiempo llevé así? Imposible decir a ciencia cierta, creo que cuestión de dos a tres minutos con esa lienza tensa y sintiendo el roce de algo que se va nadando a escasos centímetros de la superficie.
Finalmente, la piedra parte hacia la profundidad y en eso veo parte de una manta raya que debe haber sido de unos 20, 25, 30 metros por lo menos que da un tremor antes de hundirse hacia las profundidades. Casi, casi la pesco…
Explotamos en risas y puyas mientras nuestro compadre jura que es verdad. Salud gritaba él, ¡saqué salud mierda!
¡Viva Méjico! ¡Viva la Prostitución!
Alguien habrá pagado la cuenta me imagino;
¿Santo Tomas de Kino?
Jcarras, Mar de Cortez, Octubre 2008,
Dedicado a los amigos de Kino y Curacao