En mis años mozos las tardes eran muy diferentes a las de este siglo veintiuno. En el campo y bajo una luna nueva, llena o menguante, siempre después de caer el sol y del cambio de luz radiante a oscuridad.
Una obscuridad a veces impenetrable, que llamaba a la juventud del entorno reunirse.
Allí, después del calor, sentarse en una acequia seca a orillas de la escasa hierba y escuchar un cuento narrado por “alguien” era cosa de rigor.
Una pequeña hoguera daba algo de luz y sombras no solo a los jóvenes sino también a los cuentos de fantasmas y otros seres que asustaban al más valiente.
Una perfección, para los cuentos de cada día o diabluras de Pedro Urdemales, protagonista - que entre otros - usaba las sombras para encubrir sus travesuras.
Para los mosquitos, invitados de piedra, la hoguera y su humo azuloso de bosta de vacas, solo los dejaba zumbar alejados del grupillo y producían música de fondo para la reunión.
Un zzzzzzzzzzzzzzzz siempre allí y que a veces no se escuchaba debido a nuestra atención al narrador y sus cuentos.
Érase una vez, así empezaban los cuentos que ese alguien recitaba de memoria – a veces cambiando una palabra por aquí, por allá - lo que no impedía que el cuento fuera más o menos igual al narrado algunas tardes anteriores.
Ese alguien era siempre la misma persona.
Como describirlo si hoy, en mis recuerdos, solo queda una cara muy borrosa y un nombre olvidado.
De los cuentos poca cosa. Solo queda el feliz recuerdo de haber estado allí escuchándolos, buscando entre las sombras nocturnas espíritus, fantasmas y duendes con el corazón en la garganta pero poniendo cara de total despreocupación.
Eso no se olvidará jamás.
J.Carras, (agosto 2001) revisada jul.2024
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